El otro día hacía mucho calor, por fin, porque últimamente, ni calienta el sol. Salimos temprano para que Suadero y Joy no se acaloraran tanto. Corrimos en el pasto mojado para refrescarnos; esa sensación húmeda la amamos, es como estar fresco siempre, una sensación diferente que los humanos no pueden entender. Qué lástima que no tengan esos colchoncitos como nosotros y que su oído no pueda escuchar el masticar de las ardillas en los árboles o el ruido de las ratitas en la hiedra. Pobres de ellos.
Nosotros podemos escuchar hasta el latido del corazón de nuestros humanos, pero lo más bonito es que podemos sentir la mala vibra y, lo mejor, nuestro olfato. Ese olfato que reconoce a cualquiera que apeste más que nuestras cacas y los pedos de Joy. A esos, les ladramos para que se espanten y se vayan. Así aprendimos a proteger lo que amamos.
Qué rico solecito y más rico porque las ardillas salen, y esa es nuestra mejor parte cuando llegamos al parque. Siempre quieren que vayamos por otro camino, por otro lado, porque ya saben que cuando salimos y llegamos al parque, no hay poder que nos mueva del árbol. Ni la pelota, ni los humanos, ni los otros perros. Las ardillas están ahí y no, no logramos atraparlas, pero solo nos gusta estar ahí sentados, viendo la copa de los árboles. Y no, no se bajan las cabronas, tontas no son, y mueven su cola rápido porque creen que “somos peligrosos”, pero no, no lo somos. ¿Quién quiere morder a una ardilla llena de pelo? ¡Guácala! Y bueno, ahí vamos, olfateamos y olfateamos y nada. Qué difícil es ser perro en estos tiempos y en territorio gringo, donde seguro una de estas pinches ardillas te demanda si le haces algo.
Una hora pasó o dos o tres, ni sabemos del tiempo, solo el sol ya cambió de posición, nuestras lenguas están de fuera y no hay agua cerca. El pasto ya no está fresco, nuestros colchones ya empiezan a oler a memela con cebolla y salsa verde.
Lo único bueno es que encontramos agüita en un charquito, mejor que la Evian porque es agua de lluvia.
Pero ahora sí, vámonos para la casa, a comer, a tirarnos en el sillón, a ver qué se cae al piso. —¡Pinche Joy! Ya empezó a morderme la cola. Y ya perdí a mamá. —¡Aaah, ya la olí! Ahí está, ahí viene, sacando la lengua, a olerme las orejas para ver si estoy bien. Le huele la cola a Joy para ver si está bien, ya saben cómo está de loco.
Y sí, leyeron bien, le huele la cola a Joy, me revisa la cadera con su trompa, me lengüetea. Y es que cuando nadie la ve, se convierte en nahual, un nahual de colores (gris, más bien), que nos protege con sus ojos gigantes y sus colmillos filosos. Un nahual lleno de amor con apariencia de un perro callejero, así nadie se da cuenta de que no es humana y no la atrapan. Ella juega y corre con nosotros, pero se trepa a los árboles para cuidarnos del peligro. Por eso siempre estamos debajo de los árboles esperando a que ella baje; las ardillas solo son un pretexto.
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