Todas las noches, solo por las noches, repito.
Joy y Suadero deciden entrar por la puerta trasera de los departamentos, caminar por el pasillo largo que nos lleva al 127. No hay ruido, aquí todo está tan aislado que ni una licuadora de puesto de jugos, de esas marcas Oster que se escuchan desde la esquina, las de trabajo duro que duran 100 años, esas que traspasan las paredes con su ruido.
Ahí estamos, cada noche, esperando que nos abran la puerta. Coincidencia: vivimos en el mismo lugar pero en el cuarto piso. Pero cada noche, Suadero y Joy están esperando entrar, se sientan en el lugar que habitualmente ocupan en el 427. Todas las noches intento hacer los mismos trucos para que caminen: premios, mentiras de que ahí viene Vic, corremos, etc. Todo con tal de intentar moverlos de ahí, porque esa no es su casa. Pero siempre se quedan curiosos, atentos; solo ellos saben el secreto que guarda el 127.
Todos los días que no puedo llevarlos a la agencia, a la hora de la comida vengo a buscarlos para acariciarlos y sacarlos a caminar rapidísimo, no hay mucho tiempo. Es raro que en los paseos matutinos y al medio día, el 127 no exista; pasamos de largo, la magia solo sucede por la noche. Hasta que el otro día, traíamos mucha prisa, eran las 11:11 pm en punto, acababa de ver el reloj. Veníamos caminando rápido, Suadero suelto caminando pegado a la pared, Joy mordiendo y jugando con su correa como de costumbre, peleando conmigo sin dejarme sacar las llaves. Hasta que lo logré, abrí la puerta, entramos. Suadero corrió a su cama a morder el juguete de Joy, y Joy, asombrado, miraba el piso; se acercó a oler. Suadero tenía cara de incertidumbre; tiró el juguete, sorprendido, con esa cara que pone cuando ve una ardilla fijamente, sin entender qué pasaba.
Ellos se acercaban con sus ojotes expresivos. Las patitas de Joy sonaban como pisadas de perrote, y las de Suadero como de elefante. El sonido era estruendoso, sus garras se veían afiladas como de águila, sus narices húmedas, y la saliva en sus bigotes parecían notas musicales gigantes en un pentagrama. La saliva que caía de sus trompas era como un aguacero, y yo ya estaba empapada.
Sentí un lengüetazo que casi me tira; su lengua es rasposita, pero sus patitas son suavecitas, como una nube. Ninguno entendía qué pasaba, solo que yo me había encogido y para ellos era el tamaño perfecto para subirme a su lomo y llevarme en él.
Yo, mientras me agarraba de sus orejas como Atreyu con Falkor, ellos se turnaban para cargarme. Corríamos kilómetros entre bosques, ríos, flores, revolcadas de pasto, ladridos, perseguíamos ardillas, olfateábamos, nadábamos en el mar más cristalino y nos revolcábamos en la arena. Joy le mordía la cola a Suadero para pedirle turno para cargarme. Suadero se frenaba de golpe, porque pinche Joy es bien manchado, y yo en ese enfrenón, salía volando mientras Joy corría para atraparme cuidadosamente, como si fuera su pelota. Después de cacharme, me aventaba a su lomo, y yo solo gritaba “¡Suaderooooooo!” y ahí venía corriendo para alcanzarnos. En ese lugar seguro, donde se escucha de cerca el latido de su corazón, vivimos todos los días que abrimos la puerta del 127, por casualidad o causalidad, a la misma hora.
Mientras, en el 427, se escuchan los ronquidos profundos de Suadero, los ruiditos que hace Joy al dormir, y la alarma suena de fondo porque es hora de salir a caminar.
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